El joven
abogado veneciano Antonio Vivaldi se desvió por un camino paralelo a la
carretera con incumplimiento flagrante de lo ordenado por la voz suave salida
de su GPS.
De repente, un presunto maleante borracho de ira, se abalanzó sobre el
parabrisas de su nuevo todoterreno lanzándole el taburete en el que estaba
sentado al lado de un árbol.
Durante toda su vida había tenido obsesión por la seguridad y aquélla calurosa
noche rompió con todo lo establecido, impulsado por un deseo irrefrenable de
aventuras; de romper por fin con lo establecido.
Ante aquél cruel panorama, absurdo y a la vez real, pensó que era lo
único verdadero que había observado en su acomodada vida.
En la oscuridad iban apareciendo, entre cristales rotos, hombres descalzos;
muertos de hambre. Desde aquél momento comprendió que, la atroz injusticia no
tenía solución, que su mundo, a partir de entonces, nunca sería el mismo.
A la mañana siguiente vendió todas su pertenencias; se compró el mejor Stradivarius y decidió dedicarse a la música, su verdadera pasión, convirtiéndose en el príncipe de los violinistas recorriendo el mundo junto a su compañero de viaje Yehudi Menuhin.
Cosas que pasan...
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